20100809

Heroína - Nina Avellaneda



(Obra completa disponible para lectura gratuita y en línea al final de la entrada)

Heroína



   A Ana la conocí en un andén, bajo un asiento y desnuda. Era el último asiento del andén que lleva a Limache en la estación Barón. Estaba recogida y no se movía. Me acuerdo que yo llevaba un espejo pequeño que usaba a esa hora para terminar de arreglarme en el tren como todo el mundo femenino y que con ese espejo le reflejé la espalda, que era lo único que se le veía y que ella despertó de pronto sollozando y estirando sus extremidades, como por primera vez.


   Yo tomaba el metro a las seis y cuarto de la mañana, por lo que me tocaba salir a oscuras todos los días, hasta en verano. Ese día sin embargo, la oscuridad no era tan inmensa ni tan atractiva, porque había en la tierra uno foco humano que le restaba importancia: esa era Ana. Había salido de la casa rápidamente, iba atrasada y corrí varias cuadras, pero en mitad del camino me detuve. Las calles semidesiertas estaban limpias y los que hacen muy de mañana el aseo descansaban en silencio en las plazas, como cómplices, llegué a pensar después. Los micreros y los que recién se iban a dormir tambaleando la borrachera, recuerdo que tardaron más en darse cuenta de que esa madrugada tenía en varios aspectos tintes superlativos.

   Al llegar a la estación finalmente, después de quince minutos todo parecía igual, como si el tiempo no estuviera avanzando, pero mi reloj y el de los cobradores del metro si lo hacían. Seis con diez. Todavía alcanzaba a hacerme una cola. Iba en eso cuando caminando por el andén vacío aún, llegué al último asiento. Los asientos de las estaciones están hechos con los antiguos durmientes de los rieles, por eso son así de gruesos y rectangulares, así de rústicos. Es extraño que se les haya ocurrido a los de Merval, uno a veces cree que ya no van a haber ideas que aplaudir en el mundo.

   A pesar de ser grandes estos enormes trozos de madera, no lograba este asiento cubrir por completo el bulto que estaba abajo. Ahí estaba ella y su desnudez radiante.
No sé por qué no pensé lo peor. Ideas como violación, asalto o suicidio jamás me vinieron a la mente, yo creo que tenía una espalda demasiado luminosa para encontrarse en malas condiciones. Torpemente saqué mi espejo, ubiqué el foco más cercano y traté de reflejarlo en su espalda pensando que así despertaría  (como cuando la luz en el centro de un espejo da de lleno en los ojos), pero la luz era demasiado tenue y nada conseguía imprimirse en esa piel. Fue en ese momento cuando dio las primeras señales de vida.


   No amaneció en seis días. Los noticieros hablaban de un fenómeno climático. Poca imaginación. En internet se hablaba de una disminución repentina de la potencia solar, unida a una baja en la velocidad de la rotación terrestre. Pensaba por esos días que eso lo podía concluir cualquiera y que era un desperdicio tratar de informarse o de explicarse una situación que por lo demás, no estaba nada de mal. En mi casa mi padre solo pensaba en los tres días de pérdida que iban a tener que sufrir a fin de mes los colectiveros, porque con esto de que no aclara, decía él, la gente no sale y somos nosotros los que nos quedamos parados.

   Pero la gente claro que salía, todo el mundo salía, cómo no salir, ¡si no había luz! Cuando llevé a Ana a la casa, mi padre no dijo nada, andaba irritable y ni se enteró que la pobre apenas iba vestida. Después cuando le conté de dónde había salido me dijo que la sacara de la casa, que no se quería meter en problemas y después despotricó contra el gobierno, así era él. Yo por supuesto no le hice caso y le armé una cama improvisada junto a la mía para que pudiera descansar un poco. Pero Ana no quería descansar, mi vida entera ha sido descansar y contemplar, me explicó. Yo en ese momento creí que de seguro era una mujer con mucho dinero, acomodada como se dice y que no le había trabajado un día a nadie, como también suele decirse. Ella por su parte ni lo aceptó ni lo desmintió. Se paró del alto de mantos en que la tenía sentada y se puso a mirar mi dormitorio largamente. Cuando llegó al estante de los libros, me dijo que le parecían objetos hermosos, y yo asentí ridículamente porque también lo creía.

   Pensándolo bien, tardé bastante en llegar al terreno de las preguntas. ¿Qué te pasó, qué hacías ahí, dónde vives? Yo pensaba que a esas alturas ya no estaría en shock, y que era conveniente enterarse de algo. Pero ella nunca estuvo en shock recordé después, porque cuando me habló  su voz era normal, como quien pregunta la hora y era yo quien tardaba en responder y hasta era yo quien tenía frío de verla así a esa hora de la mañana.

   Me llamo Ana, ¿me prestarías un rato la chaqueta? Y yo se la prestaba. ¿Esto es Valparaíso cierto? Cierto. Cuando se salió de debajo del asiento me sonrió como agradeciendo y se fue. Yo la seguí obviamente, llevaba mi chaqueta y además no tenía tarjeta para salir de la estación, así que pasamos las dos con la mía y se me olvidó por completo que tenía alumnos esperándome en Limache y un tutor que aunque despistado, también me echaría de menos. La seguí unas cuadras hasta que le dije, ven, vamos a mi casa y así fue que nos fuimos.

   Fue al tercer día de oscuridad cuando decidimos dejar la casa. La gente había comenzado a saquear los supermercados y el gobierno tenía a los militares instalados en las calles. Yo hubiera querido saquear también, pero los pacos lo llenaban todo. Había más policia que postes de alumbrado público y la mitad de la población rememoraba desolada los años de dictadura. Pero esto no era una dictadura, esto era la soberanía natural. Todos al fin jugábamos en el mismo puesto, todos ciudadanos inútiles que no funcionan si no es de día. Con Ana nos íbamos a donde no hubiera nadie con uniforme ni  cobardes que se acurrucan para que no les pase nada.  Nos llevamos algo de ropa, vaciamos el refrigerador y la caja en que mi padre guardaba diariamente las ganancias del colectivo. Todo para nosotras, para nuestro viaje. Algo me decía que ya no iba a volver, así que metí además un par de libros y unas cuantas fotos. Ana parecía no necesitar nada, lo que yo decidiera siempre estaba bien.

   El primer lugar al que fuimos  fue la playa. Entramos por el paseo Weelright, que queda a la derecha del muelle Barón y caminamos sin prisa por el bajo murallón de cemento. No se veía mucho, sin embargo su rostro estaba intacto, lo distinguía perfectamente. Yo no sé si ella podía verme a mí, lo más probable es que no, si pienso en que ése día estaba nublado y el alumbrado público es bien pobre por ahí.

   Una vez que llegamos a la playa a mi me dio frío. El aire estaba húmedo y la nubosidad no perdonaba ni una sola estrella, así que nos sentamos en la arena y una vez estando bien firmes allí, respiramos muy hondo, como si esa hubiera sido la meta de toda la vida.

  ¿Pasaba el tiempo? En otras circunstancias yo hubiera dedicado días enteros a averiguarlo, hubiera ido con Salvador y Beto, que estudian física y hubiéramos discutido por horas, estoy segura. Hubiera estado atenta a lo que sucedía con la otra mitad del planeta. ¿Habría amaneció para ellos? Es lógico pensar que una porción de la Tierra estuvo iluminada por seis días, así como nosotros no pudimos amanecer. Y  habrá habido otras también que se quedaron a medio camino entre el día y la noche. Eso lo sé del colegio. Hubiera visto todos los noticieros y leído todos los artículos al instante de internet. Pero todo eso, absolutamente todo eso habría sucedido en otras circunstancias. En las reales estaba Ana, y eso lo cambiaba todo.
La chiquilla resplandecía, ni bonita ni fea; luminosa. Si me preguntan que como era ella, diría que  en una palabra eso: luminosa.

   Cuando dejé de quejarme por el frío me di cuenta de que Ana, que en realidad tampoco era tan chiquilla, o una chiquilla de treinta podría ser, tenía sus dos manos puestas en mis hombros.

-¿Qué crees tú que pasaría si no vuelve a amanecer?- Me preguntó de pronto.
- Pues que se secarían las plantas.- Le dije yo sin pensar mucho.
- ¿Pero la Tierra está girando, Ana?
- Yo creo que sí
- Ah claro, o sino se caería. ¿O no se caería?

   Era inútil, yo no sabía nada de física, ni de ninguna ciencia. Solo una vez leí un libro entero sobre los árboles nativos de Chile, pero eso no era lo que se dice ciencia.
   A Ana, por su parte, parecía importarle solo el olor del cochayuyo de la playa.
Estábamos en la Caleta Portales, pero no había ningún comerciante y los restaurantes estaban vacíos. Como a las tres de la tarde eso sí, llegaron dos viejos a sentarse cerca de nosotras. Traían unos pedazos de cartón y ramas secas para hacer fuego. Hacía mucho frío y ni siquiera Ana podía ya abrigarme, así que le dije que me iba a calentar un poco en la fogata y a preguntarles que estaba pasando en el plan. Ella quiso seguirme y al final nos cambiamos las dos junto a los viejitos. Eran artesanos nos contaron después, de San Antonio. Hace dos semanas se habían venido y los había pillado en Valpo la noche. Así dijeron.

   Nos contaron en pocos minutos casi toda su vida, estaban ávidos de hablar esos dos, nosotras no teníamos mucho que contar, yo estaba haciendo la práctica final de pedagogía en Artes visuales, viajaba todos los días a Limache y tenía planes de irme a vivir allá. Y Ana, bueno, ella había llegado solo hace tres días a Valparaíso. El mismo día que empezó esto, dijo el más viejo. Así es, y ese mismo día nos conocimos. Así que se conocen hace poco, igual que nosotros, dijo finalmente uno de los artesanos y después nos pusimos a comer pan con queso.

   Cuando se fueron nos regalaron un par de aros a cada una. Los llevaban todos clavados en un género verde y nos dieron a elegir los que más nos gustaran. Ana estaba tan feliz con el regalo que la dejé escoger por mí, aunque ella ni siquiera tenía las orejas abiertas. Eso sí, estos artesanos nos comieron todo el pan que teníamos, así que tuvimos que ir a un negocio en la calle Quillota que estaba abierto y comprar más. La fila doblaba hasta la avenida Argentina.


   La busqué por todos lados. Fui hasta mi casa pensando en que si se había perdido podía volver allí, pero no estaba. Mi padre gritó cosas que no oí, movía los brazos y se movía mucho. Creo que me exigía algo.

   Estábamos en la fila de una botillería de la calle Quillota que también vendía papas fritas y algunas masas. La fila era interminable, pero avanzaba rápido y mucha gente venía y se iba y no se lograban ver bien los rostros porque todo estaba a media luz. Cuando fue por fin mi turno, quise preguntarle a Ana qué prefería que comprara, la busqué con la vista para no perder mi puesto y no la encontré. Eran las nueve y cuarto de la noche y ella ya no estaba conmigo.

   Caminé hasta el final de la avenida Argentina y luego me devolví a Colón, una vez allí caminé seis cuadras y crucé por una calle que no recuerdo hasta llegar a Chacabuco. En una hora había recorrido gran parte de las calles más cercanas, me había topado con dos ex compañeras del colegio y con un primo que me dijo que yo estaba muy helada y que si quería ir a su casa, que había puesto tantas luces que hasta parecía de día. Yo le dije que estaba buscando a una amiga y que iría a mi casa a ver si estaba ahí. Después se me ocurrió describírsela, para que si la veía le dijera que yo la estaba buscando. Cuando terminé de hacer la descripción de Ana, mi primo me dijo que debería irme al tiro con él, que hace mucho tiempo que no iba a verlo y que me iba a preparar una agüita de algo que no recuerdo. Finalmente, le di un beso y me apresuré hasta mi casa.  Mientras caminaba creo que vomité en una esquina, pero no me sentía mal, solo era la noche, la noche me daba náuseas.

   Ana no estaba en mi casa, tampoco la había encontrado en las calles, pero afuera al menos no había un padre que moviera los brazos como aspas, así que volví a salir. En la escala de la puerta de la calle, sentada y con la cabeza entre las rodillas, estaba Ana.

- ¿Qué pasó, dónde estabas? ¿En qué momento nos perdimos? Estábamos en el almacén y de repente ya no te vi más. ¿A dónde te fuiste, estás bien?
-Vengo a despedirme, linda.

   En ese momento levantó la cabeza y de su pecho brotó una luz rosada. Noté que estaba herida, que tenía en el cuello aberturas pequeñas como si alguien hubiera tirado de raíces plantadas en su carne y le hubiera dejado la piel abierta hacia afuera. La luz variaba entre tonalidades cálidas: rosa, anaranjado, lila, pero siempre muy claras y tibias.    Esto último lo supe cuando me detuve frente a ella e inmovilizada le pregunté que estaba sucediendo. Recuerdo que Ana me miró unos segundos y me dijo que se había equivocado y que tenía que irse lo antes posible. El pecho parecía que iba a estallarle y su cuello casi no tenía forma.

   Según la hora de mi celular faltaba poco para las seis de la mañana, pero estábamos en invierno y aun si pudiera amanecer todavía faltaba. Ana entonces se paró, se cubrió el pecho con la chaqueta que llevaba y me abrazó. El abrazo duró lo que dura en salir completamente el sol desde que asoma. Estábamos ya en el quinto día y Ana llevaba la ropa cargada de arena; Caleta Portales, dijo sonriendo y me hizo una señal de adiós con la mano. Luego descendió por la calle principal del cerro hasta perderse en la última curva y ya nunca más la vi. Una hora más tarde amaneció.

Vaticinio de la Mujer-Jibia



Mis escamas se están desprendiendo. Y eran las últimas. Voy a quedar sin fronteras y se me van a salir los órganos: el páncreas, el colon irritable, el corazón de melón…
Van a andar suspendidos por los mares, los órganos.
Por el índico el estómago, en el atlántico los pulmones. Y en el pacífico, muy en el fondo, mente y corazón anclarán cerca de un puerto en la mitad de Chile.
Un día de pesca cualquiera, un hombre le dirá a otro que en la red se ha venido algo gelatinoso y abultado. ¡Es una jibia!, le dirá el otro y lo llevarán a casa muy de tarde para que la matriarca lo cocine a fuego lento. Será así, lo veo con toda claridad: próximamente seré devorada.


Heroína - Nina Avellaneda



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